Asunto Impreso

Historias del Di Tella

Tomás Eloy Martínez "La Nación"

La reedición de El Di Tella y el desarrollo cultural argentino en la década del sesenta (Asunto Impreso Ediciones e Instituto Torcuato Di Tella), de John King, incluye un prefacio de Tomás Eloy Martínez, que ofrecemos como anticipo, donde éste evoca la atmósfera cultural de los años 60 y a sus protagonistas.

Dos fenómenos culturales permitieron que la Argentina, sofocada por golpes militares de fundamentalismo casi medieval, respirara algunas brisas de la vanguardia en los años 60. Una fue la revista Primera Plana que, desde mediados de 1964 -cuando el fundador, Jacobo Timmerman, dejó de usarla para sus proyectos políticos y renunció-, impuso nuevas costumbres, descubrió a los nuevos talentos de la literatura, la música y la pintura, y hasta influyó sobre la moda, el habla y la sexualidad. El otro fenómeno fue el Instituto Di Tella, que dio cabida a todas las formas de renovación de la cultura, en especial en las artes plásticas, la música y el teatro.

En "el Di Tella", como se lo llamaba popularmente -aunque el apelativo también se asociaba con los taxis y las heladeras de esa marca-, desembarcaron de un modo u otro todas las manifestaciones del pensamiento. Primera Plana conservó su independencia hasta que la clausuró la dictadura de Juan Carlos Onganía, a fines de julio de 1969, y ya nada allí volvió a ser lo mismo. Al Di Tella, en cambio, le llovieron desde temprano las más extravagantes formas de censura. Grassi Susini, un activista de derecha que sería luego jefe de la policía de la provincia de San Juan, acaudilló uno de los grupos que trataron de incendiar la sede de la calle Florida. El general Roberto Levingston, que en 1968 era jefe del servicio de informaciones del ejército, fue invitado por Guido Di Tella a comprobar personalmente que el Instituto no cobijaba a subversivos. El colaborador de la revista Sur, Eduardo González Lanuza, vinculado en su juventud al Ultraísmo y otras vanguardias, se irritó tanto con la La menesunda, una instalación de Marta Minujín y Rubén Santaonín, que dio una incendiaria conferencia contra ella, a la que asistieron más de setecientas personas de grupos católicos conservadores.

Victoria Ocampo reseñó con aristocrático asombro el fenómeno del Di Tella: "Al mismo tiempo que se exhiben aquí muestras plásticas escandalosas, el vulgo, hecho insólito, compra las obras de Cortázar (tan luego Cortázar) y se pasea con sus libros en Torino o en subte o en colectivo" (Sur, julio-agosto 1970). Y a su vez Crónica, un tabloide popular, comentó el 20 de diciembre de 1969: "La policía detiene a catorce extraños de pelo largo que pretendían asistir a un peligroso recital de rock". El historiador Tulio Halperín Donghi le dedicó una de sus saludables ironías: "A tres cuadras de un Jockey Club que no se resolvía a resurgir de sus cenizas, una institución que llevaba el más célebre de los nombres surgidos de la nueva burguesía industrial ejercía en el más alto nivel el arbitraje de las modernas elegancias" (Argentina: sociedad de masas, 1967).

Durante algún tiempo (en verdad, sólo meses), viví en un departamento frente a plaza San Martín, cuyos fondos se tocaban con los del Di Tella, y por las mañanas, cuando bajaba a desayunar al café Florida Garden, que era uno de los puntos obligados de encuentro de las vanguardias, me acompañaban siempre los coros y los solos del V de Bach, que fue estrenado en algún momento de 1968 por el Centro Latinoamericano de Altos Estudios Musicales, dirigido por Alberto Ginastera.

Todo lo que hiciera el Di Tella me parecía mítico, inolvidable: las muestras de los artistas neofigurativos, los baños en los que la gente podía desahogar sus pensamientos más secretos, las obras de teatro que elegía Roberto Villanueva, las discusiones apasionadas a la salida de los estrenos y de las exposiciones, con las hordas policiales rodando siempre por allí cerca.

El Di Tella fue cerrando sus distintos centros en los primeros años de la década siguiente, casi al mismo tiempo que Primera Plana. Para mí, los dos ejes de la vanguardia argentina de hace cuatro décadas están enlazados por la única visita de Gabriel García Márquez a Buenos Aires. Es una historia que tal vez merezca ser contada en detalle.

García Márquez escribió las páginas finales de Cien años de soledad entre febrero y marzo de 1967, acosado por las deudas, sin tener siquiera dinero para sacar una copia del manuscrito. Tuvo que vender una procesadora de alimentos que era su más preciado regalo de bodas, para poder pagar el envío postal de las quinientas páginas del libro desde México a Buenos Aires. A mediados de abril, el director editorial de Sudamericana, Francisco Porrúa, me llamó por teléfono con una voz exaltada. "Tienes que venir ahora mismo a mi casa a leer un libro extraordinario", me dijo. "Es tan delirante que no sé si el autor es un genio o está completamente loco."

Llovía a cántaros. En la acera de la calle donde vivía Porrúa había algunas baldosas flojas. Al tratar de esquivarlas, me empapé. El largo pasillo que iba desde la entrada del apartamento hasta el estudio estaba alfombrado por hileras de papeles que invitaban a limpiarse los zapatos embarrados. Fue lo que hice: los pisé. Eran los originales de Cien años de soledad que Porrúa, en la excitación de la lectura, había ido dejando por el camino. Por suerte, las huellas de los zapatos no borraron ninguna de aquellas frases que los lectores de García Márquez siguen repitiendo devotamente, como si fueran plegarias.

Al amanecer del día siguiente, después de la lectura, Porrúa y yo nos pusimos de acuerdo en invitar a Buenos Aires al gran escritor. El pretexto no fue el lanzamiento de Cien años de soledad -previsto para el 10 de junio- sino un concurso de novela al que Sudamericana y el semanario Primera Plana convocaban todos los años. García Márquez iría como uno de los tres jurados.

En junio, el semanario -del que yo era jefe de redacción- dedicó su portada a Cien años de soledad, consagrándola como "la gran novela de América" con una reseña crítica que yo mismo escribí y que ha de ser la primera, cronológicamente, de las infinitas reseñas que se escribieron en el mundo. El éxito de ventas de los primeros seis días había sido inusual -ochocientos ejemplares para la obra de un desconocido-, pero se triplicó a la semana siguiente, después de la publicidad que le dio la revista. Las dos primeras ediciones -unas once mil copias en total- se agotaron en menos de un mes. Cuando García Márquez llegó a Buenos Aires, su novela llevaba ya mes y medio al tope de la lista de best sellers .

Su avión aterrizó a las dos y media de la madrugada. Porrúa y yo éramos las únicas personas que velábamos en el aeropuerto, atormentados por el frío inclemente de aquel final de invierno. Lo vimos bajar con una indescriptible chaqueta a cuadros, en la que se entretejían los rojos chillones con los azules eléctricos. Lo acompañaba una mujer bellísima, de grandes ojos orientales, que parecía la reina Nefertiti en versión de la costa colombiana. Era su esposa, Mercedes Barcha.

Los dos arrastraban un hambre atroz. Pretendían ver el sol del amanecer alzándose de la pampa infinita, junto a un fogón de carne asada. Y así fue. La luz del día nos sorprendió en un restaurant cerca del Río de la Plata, en el que García Márquez entretenía a los mesoneros con cuentos sin fin. Ni a él ni a mí se nos ha olvidado el nombre de aquella fonda, que ahora ya no existe. Se llamaba "Angelito el Insólito". Aquel amanecer, García Márquez nos dejó pasmados y agotados. Era la primera vez que Porrúa y yo veíamos el trópico en plena erupción.

García Márquez y Mercedes pasaron dos o tres días en el más injusto anonimato. Los argentinos seguían devorando su novela por millares pero habían olvidado la fotografía de la portada de Primera Plana y, por lo tanto, no lo reconocían en la calle. A la tercera mañana, sin embargo, sucedió algo extraño. La pareja estaba desayunando en un café de la avenida Santa Fe y, mientras observaba el letargo del tránsito, vio pasar a un ama de casa que volvía del mercado, con un ejemplar de Cien años de soledad humedeciéndose entre las lechugas y los tomates frescos.

Aquella misma noche fuimos al teatro. Estrenaban, en la sala del Di Tella, Los siameses , una de las mejores piezas de la dramaturga argentina Griselda Gambaro. Entramos en la sala poco antes de que se alzara el telón, con las luces aún encendidas. García Márquez y Mercedes parecían desorientados por el despliegue de pieles innecesarias y de plumas resplandecientes. Yo los seguía a tres pasos. Estaban por sentarse cuando un desconocido gritó "¡Bravo, bravo!", y empezó a aplaudir. Una mujer lo secundó: "¡Por su novela, García Márquez!". Al oír el nombre, la sala entera se puso de pie y encendió una larga ovación. En ese instante preciso, sentí que la fama bajaba del cielo y se posaba sobre los hombros del novelista, como si fuera una criatura viva.

Tres días después lo perdía de vista. Hubo que ponerle secretarias para que le filtraran las llamadas de teléfono y mudarlo de hotel para que los lectores lo dejaran descansar. La penúltima vez que me crucé con él en Buenos Aires fue para indicarle en un mapa el rincón secreto del bosque de Palermo donde podría, por fin, besar a Mercedes sin que lo interrumpieran. La última fue en el aeropuerto, cuando los dos regresaban a su casa de México, abrumados de flores. El iba cubierto por una gloria que desde entonces sería como su segunda piel.

El Di Tella regresó a su rutina, que consistía en una ruptura incesante de toda rutina. Por esos días se inauguró una muestra formidable de Julio Le Parc, que maravilló a Buenos Aires con sus joyas cinéticas, sobre las que tanto había escrito Julio Cortázar. Yo seguía yendo por las tardes al Bar-O-Bar, a cien metros del Di Tella, donde Poni Micharvegas y Jorge de la Vega cantaban para los amigos cuando tenían ganas y donde el desierto de la dictadura se desvanecía en el espejismo de una revolución cultural que creíamos eterna. Como diría Henry James, ya nunca más seríamos los que éramos.

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